Si una persona toma un arma y agrede a otro , causando heridas o la muerte, eso suele llamarse delito y es castigado por las leyes en todas las sociedades. Si lo que motivó al agresor fue satisfacer una necesidad, sigue siendo delito, no importa si era para llevar comida a sus hijos o para lucir un reloj costoso. Entra en la categoría del simple, pobre o ignorante delincuente.
Ahora, si el agresor es educado y logra armar un discurso con visos intelectuales y llama a su motivación “política”, entonces no solo lo tenemos que entender, sino justificar y aplaudir.
Una buena parte de la sociedad vive fascinada con el mito de los “freedom fighters”luchadores de la libertad, que tanta inspiración le proporciona a cierta intelectualidad europea mientras toman vino cómodamente, y a una que otra adolescente danesa despistada.
El horror de las torturas a secuestrados, los despedazados por bombas y minas, los quemados y desfigurados por molotov y otros artefactos caseros, se encubre con la diseminación de un neolenguaje que toda la sociedad comienza a repetir con obediencia de monja devota.
“El secuestro es político” sentencian con propiedad, como si eso aliviara en algo el sufrimiento de la víctima y su familia. “Fue un delito político” borrando la carne quemada y los huesos destrozados, y lágrimas de los padres de unos inocentes y desarmados muchachos que vistieron de verde para asustar a nadie. El dictum lo lanzan los mismos criminales y asesinos y luego la sociedad entera repite con obediencia de borrego amaestrado.
La justificación política para agredir o matar debería ser un agravante, y endurecer el juicio y el rechazo social. Precisamente por ser personas educadas, informadas de lo que ha sido la desgracia de la violencia a través de la historia. Y porque, debido a su capacidad intelectual, están en posición de defender sus ideas sin necesidad de recurrir a la violencia. Pretender imponer la violencia a bala y con crueldad no solo es cobarde sino que representa una de las más burdas expresiones de la estupidez humana
Pero en nuestra particular cultura, hemos resuelto que es el más efectivo de los atenuantes y somos, de lejos los más eficaces del mundo en aplicarlo, lo que nos dio por muchos años el poco deseable título de ser el país más violento del mundo.
En la trampa cultural caen muchos, inclusive los más pacíficos y con las mejores intenciones. No se dan cuenta que al incorporar el léxico justificatorio de atropellos y abusos, están contribuyendo a su diseminación. El lenguaje es nuestra forma de interpretar el mundo y la banalidad para usarlo, conduce a empeorar el horror. Se debe ser claro. Las diferencias sociales no son “formas de violencia”. Quien quiera contribuir a un país civilizado que se acerque un poco a la paz, tiene que ser consciente de sus palabras. Puede consultarse una breve lista en https://bit.ly/diccionariodebarbarismos.