La verdad no ha sido fiel compañera de la humanidad. Los chismes y mentiras se han diseminado con la rapidez del suspiro y en pocos minutos, la turba enfurecida de la aldea, podía estar quemando la cabaña de la viejita que vivía en el bosque y había sido vista recorriendo vecindarios, volando en su escoba.
La diferencia es que ahora la aldea es global. Y son miles de millones los que pueden usar su imaginación, o expresar sus trastornos mentales, usando recursos que están a la mano de todos. Pero siendo un mundo tan competido, ¿cómo es posible que se disemine tan rápido tanta bobada y mentira?
Hay que entender, como lo explica Harari, que estamos en transición del humanismo al dataísmo. Hasta el siglo 17 la cosa era sencilla. ¿Se quería la verdad de un asunto? Se consultaban un libro sagrado o se le preguntaba a una autoridad religiosa. Todo estaba escrito y resuelto. Luego vino el cientifismo y el humanismo. Reconocimos la ignorancia y resolvimos adoptar la observación y experimentación como método para descifrar la verdad. Y empoderamos los sentimientos humanos, que tienen siempre la razón. Sea que se vote o se consuma, la verdad está siempre donde la mayoría decide.
En el dataísmo son los algoritmos los que resuelven. Si alguien lo duda, vaya a un banco y verá como su crédito lo rechaza un algoritmo basado en el conocimiento de su historia crediticia. El solo hecho de estar vivo puede ser la consecuencia de un algoritmo médico que tomó la decisión del tratamiento correcto, basado en una gran cantidad de datos.
Son los algoritmos los que deciden, para muchísima gente, qué información se consume, qué libros se leen y con qué películas o videos se distraen. Todos viven convencidos de estar tomando decisiones autónomas siguiendo su libre albedrío.
La verdad es que casi todo el que navega por redes, dejándose llevar, está siendo manipulado. Ha sido estudiado y se le entrega la información que está predispuesto a creer. Si lee falacias fantásticas, cada vez le presentarán más de lo mismo. Si consume miedo y odio político, lo alimentarán de ficciones hasta llenarlo de un fanatismo irreconciliable
La pandemia, un fenómeno globalmente asustador, ha sido territorio fértil para la dañina mezcla de tecnología y chapucerías.
Los “deep fakes” (falsos profundos) están poniendo en manos del usuario común herramientas que antes eran solo del cine. Hacen posible, teniendo unas cuantas fotos de la víctima, ponerla a decir y hacer lo que se quiera, en un video perfectamente realista. Así le amargaron la vida a Rana Ayyub, activista anticorrupción y de los derechos de la mujer en India, poniéndola a participar en un video porno. En solo 24 horas el video falso tenía más de cuarenta mil vistas y su vida familiar y política estaba arruinada.
Es cierto que no hay verdad absoluta. Solo podemos aspirar a acercarnos a ella. El camino implica no validar basura, diseminandola con la graciosa irresponsabilidad de un click. La VERDAD estará cada vez más distante en la medida en que no se investiguen las fuentes, y se examine coherencia y credibilidad. Tenemos que hacer un esfuerzo para dejar de ver para creer. La verdad no se encuentra porque no se la busca.