La izquierda se arroga el deber moral de liberar a los explotados de las cadenas que la oligarquía ha soldado con fuego y miedo. El sistema, afirman, se sostiene gracias a fuerzas armadas que imponen la justicia con pólvora. Por eso, dicen, la lucha debe estar respaldada por las armas. Grupos violentos dispersos por el país no son accidentes: son la estrategia. Y como el poder del sistema se basa en la riqueza, para combatirlo hace falta mucho dinero. El método más eficaz y rentable: el narcotráfico. Además de llenar las arcas, permite cobrarse venganza contra el “imperio” envenenando a su juventud. Así nació la aberración de las narcoguerrillas. Por eso los prontuarios en la DEA de los Maduro y tantos otros. Y por eso funcionan como relojes las donaciones de campaña que luego se pagan con intereses desde el poder.
La estrategia se logra combinar con un truco perverso: vender la ilusión de paz. Como el clima de violencia se vuelve insoportable, cualquiera que prometa paz recibe respaldo. La maniobra es brillante y cínica: culparnos a todos de la violencia. Hoy mismo, editoriales llaman a “desarmar los espíritus”. El resultado es infalible: los pacíficos se callan, los violentos se multiplican.
En 2002, el país parecía sin retorno. Tres gobiernos hablando de paz y haciéndoles concesiones a los criminales, habían dejado una nación rota. Entonces apareció un político distinto: proclamó que la seguridad es la base de la prosperidad, y que la pobreza se combate con desarrollo basado en confianza. Eso rompió el libreto, así que intentaron matarlo siete veces. Como no pudieron acuden a montajes con testimonios de delincuentes para perseguirlo judicialmente.
La historia se repite. Con el país en el abismo, surge un segundo Uribe, con el carisma y la capacidad para convertirse en una nueva esperanza. Su fortaleza para haber superado el horror sin rencor, lo mostraba como un ser excepcional.
Esta vez no fallaron: lo asesinaron gracias a la desidia para protegerlo.
Desfilan ante su féretro en un silencio que no es de paz. Para unos es triunfo, para otros es miedo. Las flores se marchitarán pronto porque también han perdido una esperanza. Y los millones que nunca hemos creído en la violencia y jamás hemos empuñado un arma, volvimos a escuchar la eterna monserga: que nos desarmemos… para que ellos puedan seguir matando.
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