¿Podemos mirarnos en el espejo de Chile? Intentemos: ambos países vivieron regímenes duros que, con todos sus claroscuros, dejaron paises relativamente ordenados. Chile estuvo a punto de entrar al “primer mundo”; Colombia también avanzaba en esa dirección. En ambos funcionó la alternancia democrática entre izquierdas moderadas y centros prudentes que no se metían demasiado con la economía. Y en ambos terminó llegando una izquierda más radical, ansiosa de “refundar” la nación, pero incapaz de imponer sus reformas regresivas.
El escenario electoral chileno ofrece una lección de matemáticas políticas: se presentaron ocho candidatos —tres de izquierda, dos de centro y tres de derecha— pero la derecha obtuvo el 52% frente al 28% de la izquierda. Y, por primera vez, alcanzó mayoría en el Senado. No lo lograron porque “se unieron”, sino porque los números les daban.
Podemos imaginar algo semejante aquí: una izquierda que ronda el 30%, y un abanico de candidatos en el otro 70%, posiblemente dividido entre un 40% para la derecha y un 30% para el centro. En segunda vuelta ambos finalistas crecen un poco, y la izquierda pierde.
Por eso, en vez de llorar por la “falta de unión”, deberíamos enfocarnos en los factores que realmente deciden la elección. El primero: que la Registraduría y el sistema de conteo se mantengan limpios, visibles, vigilados. No se necesita unidad para eso: se necesita atención.
El segundo: que los órganos de control contrarresten las dos fuentes estructurales del voto oficialista: el millón de votos comprados por Benedetti en la costa y el medio millón de municipios donde se vota con un fusil en la cabeza.
Y el tercero: entender el poder corrosivo de las redes diseñadas para manipular. Con la estrategia adecuada, se dinamita la campaña que más crece y se construye en tiempo récord el mito de un mediocre —un Rodolfo— fabricado para perder en segunda vuelta. Si las campañas con opción real siguen en la luna, creyendo que se trata de llenar plazas y permitir que la información “fluya libremente”, repetirán la historia: unos buenos muchachos narrando su épica mientras los maquiavelos digitales moldean la opinión pública. No nos hundirá la falta de unión. Nos hundirá la falta de sagacidad para no ser arrasados —otra vez— por una avalancha de noticias falsas perfectamente orquestadas.
viernes, 21 de noviembre de 2025
domingo, 16 de noviembre de 2025
Sabrosura socialista
Que la historia la escriben quienes ganan las guerras es algo conocido. Pero podría agregarse que predomina la de quienes escriben mucho.
La intelectualidad política mundial, promueve las ideas socialistas, mientras disfruta de las ventajas del capitalismo. Sus exponentes reciben sin reparos los corrosivos billetes cuando sus libros, obras y películas se venden. Viven sabroso gracias a los sueldos de universidades y fundaciones que han prosperado en el inmundo capitalismo. Son teóricos de las ciencias sociales y les fascina elucubrar sobre modelos organizativos imaginados por grandes pensadores como ellos. Se molestan y ofenden cuando, con cifras y datos, se les demuestra que es la libertad, y no la planeación, la que más contribuye a la generación y mejor distribución de la riqueza. Desprecian e ignoran toda evidencia que haga tambalear los cimientos de su dogmático edificio ideológico.
Para seguir disfrutando de sus cómodas e intelectuales vidas, recurren al doble artificio de la transfiguración del presente y el pasado.
El relato de la actualidad se distorsiona atribuyéndole al mercado fallas que son producto del crimen, la corrupción o el intervencionismo estatal que interfiere con la libertad, limitando las leyes de oferta y demanda. Al capital se lo culpa de todos los dramas de la pobreza y la libertad económica se vuelve sinónimo de egoísmo. Cuando el bien común que promueven termina en farsa, logran corroer la solidaridad.
El segundo recurso, con el que son particularmente virtuosos, consiste en contar la historia de manera que valide su ideología. No se los ve dictando conferencias ni escribiendo libros sobre las horrendas dictaduras de Stalin, Mao, Kim, Pol Pot, Castro, Ceausescu, Hoxha, Zhivkov, Kádár o Honecker. En cambio, son prolijos en los recuentos de los horrores y atropellos de Franco y Pinochet, lo que sin duda afecta su objetividad y credibilidad, especialmente cuando evitan mencionar la transición pacífica del poder que sentó las bases de la prosperidad.
Ante las fallas de la democracia, los críticos piden un cambio de sistema. Pero cuando el cambio comienza a materializarse en forma de dictadura socialista, son los primeros en huir despavoridos.
Hay que persistir en el esfuerzo para lograr que muchos vean su entorno con objetividad y lean la historia con imparcialidad.
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La intelectualidad política mundial, promueve las ideas socialistas, mientras disfruta de las ventajas del capitalismo. Sus exponentes reciben sin reparos los corrosivos billetes cuando sus libros, obras y películas se venden. Viven sabroso gracias a los sueldos de universidades y fundaciones que han prosperado en el inmundo capitalismo. Son teóricos de las ciencias sociales y les fascina elucubrar sobre modelos organizativos imaginados por grandes pensadores como ellos. Se molestan y ofenden cuando, con cifras y datos, se les demuestra que es la libertad, y no la planeación, la que más contribuye a la generación y mejor distribución de la riqueza. Desprecian e ignoran toda evidencia que haga tambalear los cimientos de su dogmático edificio ideológico.
Para seguir disfrutando de sus cómodas e intelectuales vidas, recurren al doble artificio de la transfiguración del presente y el pasado.
El relato de la actualidad se distorsiona atribuyéndole al mercado fallas que son producto del crimen, la corrupción o el intervencionismo estatal que interfiere con la libertad, limitando las leyes de oferta y demanda. Al capital se lo culpa de todos los dramas de la pobreza y la libertad económica se vuelve sinónimo de egoísmo. Cuando el bien común que promueven termina en farsa, logran corroer la solidaridad.
El segundo recurso, con el que son particularmente virtuosos, consiste en contar la historia de manera que valide su ideología. No se los ve dictando conferencias ni escribiendo libros sobre las horrendas dictaduras de Stalin, Mao, Kim, Pol Pot, Castro, Ceausescu, Hoxha, Zhivkov, Kádár o Honecker. En cambio, son prolijos en los recuentos de los horrores y atropellos de Franco y Pinochet, lo que sin duda afecta su objetividad y credibilidad, especialmente cuando evitan mencionar la transición pacífica del poder que sentó las bases de la prosperidad.
Ante las fallas de la democracia, los críticos piden un cambio de sistema. Pero cuando el cambio comienza a materializarse en forma de dictadura socialista, son los primeros en huir despavoridos.
Hay que persistir en el esfuerzo para lograr que muchos vean su entorno con objetividad y lean la historia con imparcialidad.
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