Decenas de abogados —debidamente financiados— arman una red de farsas, recorren cárceles incentivando a sus compañeros a imaginar historias truculentas, mientras otros trepan en el sistema judicial hasta alcanzar cargos clave. Se construyen conspiraciones, se repiten falsedades, se difunden en redes hasta convertirlas en verdad. Todo para destruir a quien, en su vida pública, solo ha dado pruebas de decencia, honestidad y vocación de servicio.Y así, se borra de la memoria colectiva el horror que vivió Colombia en 2002. Muchos que hoy repiten barbaridades ya olvidaron por qué están vivos. Y los que no vivieron esa época, con ligereza opinan sin entender el riesgo de repetirla.Se ha logrado instalar un odio emocional, alimentado por cuentos, versiones y testimonios sin pruebas. No hay un solo video, una grabación, una evidencia material que comprometa al odiado. Solo está el relato de un hampón, corroborado por otro delincuente, sobre las componendas de un criminal.
La vehemencia con que algunos se rasgan las vestiduras en defensa de la justicia, contrasta con la ridiculez del “acervo probatorio”. No puede sino concluirse que el plan ha sido ejecutado con la precisión de un asalto. Y ahora, los mismos que siempre negaron a la Justicia —esa “institución burguesa”, “instrumento de opresión de la oligarquía”— la invocan con fervor revolucionario.
No importa que el uso político de la justicia tenga doble filo. Lo aprendieron Fujimori, Pinochet y Martinelli, pero también Lula, Evo, Kirchner y Castillo y muchos otros. Porque aquí no se trata de continuar el juego democrático. El objetivo es tomarse por completo el sistema judicial, controlar el electoral y concentrar todo el poder en unos pocos, que se convertirán en los eternos defensores de la revolución, siempre rodeados de privilegios.
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