Cuando Trump dice que por la frontera sur han entrado 20 millones de delincuentes y locos, cuando Maduro dice que Maria Corina tiene un plan para matarlo (“magnicidio” dice y entendemos que se refiere a su voluminosa anatomía), cuando Petro dice que quienes lo critican, son asesinos de niños, hay que saber que, con la excepción de los lisonjeros zombies que los rodean, no pretenden que les crean.
Lo que buscan es implantar una cultura en la que ya nadie sabe que es verdad y que es mentira. Qué está bien o qué está mal. Si la figura máxima de un país, que muchos han respetado precisamente por ser modelo de moderación y prudencia, suelta toda clase de barbaridades en forma consuetudinaria, sin ningún esfuerzo por aportar pruebas, atenerse a datos o al obvio registro de la realidad, se logra un estado de desconcierto generalizado.
Ya la socióloga Hannah Arendt describió con claridad el fenómeno que permitió que una gran masa de la población alemana acogiese el nazismo con regocijo y emoción.
“Cuando al pueblo se le priva del poder de pensar y juzgar, queda, sin saberlo ni quererlo, sometido al imperio de la mentira. Con gente así, puedes hacer lo que quieras”.
La mentira repetida, con la plena conciencia de estar mintiendo, apoyado en el peso de la autoridad, lleva al colapso de la “sociedad honorable”.
Cuando se combina con la habilidosa relatividad moral que tanto eco recibe, se logra la perfecta sumisión al poder. “Todos somos culpables, por acción u omisión del narcotráfico, los asesinatos, la corrupción, la miseria” es una pieza que vemos incrustada en gran cantidad de discursos políticos, cuando pretenden ser filosóficos, espirituales o ponderados..
Donde todos son culpables, no lo es nadie. Se logra acabar con principios y valores que permiten detectar la maldad. En aras de la tolerancia se promueve la adaptación a la mentira que en realidad termina destruyendo los fundamentos de la convivencia pacífica y el progreso.
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