El turismo es masivo, pero silencioso. Los visitantes —de todas las edades y razas— caminan entre bosques frondosos, ríos cristalinos y cascadas poderosas por senderos impecables y señalizados. Los hay para todos los niveles: desde accesibles para sillas de ruedas y coches de bebé hasta desafiantes para los más aventureros. Múltiples centros de información, integrados con sobriedad al paisaje, orientan al visitante, educan, y ofrecen materiales de lectura y actividades formativas.
Los encuentros con animales salvajes son frecuentes, pero casi nunca terminan en incidentes. Nadie se acerca, ni los molesta. La fauna convive con el visitante como si supiera que ese espacio les pertenece a ambos. La limpieza es absoluta; el respeto, palpable. La financiación proviene de donaciones, ventas de artesanías locales y material educativo, y del boyante turismo que se desarrolla alrededor del parque. La comunidad cuida el parque porque lo disfruta y le genera el sustento.
Qué contraste con nuestra realidad. Aquí, proteger significa prohibir. Se cierra el acceso a la naturaleza o se reduce a números ridículos y requisitos fastidiosos. Y lo que no se conoce ni se ama, se abandona. Así, sin recursos para cuidarlos, nuestros parques terminan ocupados por mineros ilegales contaminando ríos, taladores que deforestan sin piedad y grupos de criminales y secuestradores que encuentran refugio. Lo que se había logrado en la primera década de este siglo se está acabando por desatención y descuido. Se pierde la educación ambiental que significa admirar y ver la naturaleza. Si en vez de ilusos discursos que imaginan a América Latina convertida en Amazonía, aplicáramos un modelo real de conservación con acceso abierto y regulado, podríamos convertir nuestra biodiversidad en motor de educación, turismo y orgullo.
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