jueves, 25 de diciembre de 2025

Toros vivos




Uno de los signos más claros del avance de la civilización es la manera como hemos aprendido —lentamente, torpemente— a tratar mejor a los seres con los que compartimos el mundo. El humanismo nos enseñó que el otro merece respeto, que el dolor ajeno importa tanto como el propio, y que ninguna sociedad puede llamarse noble si necesita humillar o destruir para sobrevivir. Aun así, la distancia entre lo que proclamamos y lo que hacemos sigue siendo dolorosa. Basta ver cómo convertimos el sufrimiento en espectáculo: del circo romano pasamos al boxeo y a otras prácticas donde la violencia se celebra como destreza, y donde un golpe certero que deja a alguien tambaleando arranca aplausos en vez de vergüenza.

Con los animales, la contradicción es aún más profunda. Mientras nuestra mesa dependa de su carne, millones de seres seguirán viviendo y muriendo en condiciones que preferimos no mirar. Nuestra prepotencia no sólo ha alterado la fauna global; es determinante del calentamiento global y del enorme costo para la salud por la arterioesclerosis. Y sin embargo, algo ha empezado a cambiar: las peleas de perros, gallos y otros horrores van desapareciendo.

La tauromaquia es quizá el último bastión de esa belleza trágica que intenta sobrevivir en medio de un sufrimiento que ya no podemos ignorar. Quien ha asistido a una corrida sabe que allí conviven el arte, la música, la elegancia… y una muerte que, por más que se intente poetizar, sigue siendo conmovedora. La emoción estética no alcanza para silenciar el estremecimiento que produce ver a un animal acorralado, sangrante, vencido por un ritual que la sociedad ya mira con otros ojos.

Es evidente hacia dónde sopla el viento. La sensibilidad contemporánea no acepta que la tradición se defienda a costa del dolor. Los taurófilos deberían comprenderlo: La única forma de preservar la bella tradición estética —los trajes de luces, las cuadrillas, los capotes, las faenas, los olés, los pasodobles, el rejoneo— es eliminando la pica, las banderillas y el estoque– la tortura y muerte del toro. El toro vivo, respetado, entero, no le resta dignidad al rito; quizá se la devuelve.

Toda cultura que aspira a perdurar aprende a transformarse. Tal vez ha llegado la hora de que la tauromaquia descubra que su belleza no depende de la sangre, sino de la emoción que puede despertar sin herir.



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